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martes, 24 de abril de 2012

EL COLGADO Ramón Rubín



EL COLGADO
Ramón Rubín (1912-199)

Imagen de Internet


¡No le hagas pelos, porque me tumba!...


     Fue mi padre un alteño de la mejor cepa. Trabajador incansable en los cuatro ranchos que heredase, alto y desgarbado en su figura, solemne de juicio, huraño de carácter y parco en la conversación, mostrábase tan fiel a la amistad como fácil a la violencia cuando alguien hería sus sentimientos.

     Tuvo en el pueblo la consideración de ricos y pobres. Pero su austeridad llegó a alcanzar relieves excepcionales en el seno de la familia, donde todo se empequeñecía con el contraste de su presencia.

     El resplandor de aquella vigorosa personalidad suya oscurecía los brillos de la de mi madre, la cual era mujer de grandes virtudes. Hacendosa y discreta, toda trenzas y enaguas, para ella los dominios de Satanás comenzaban al otro lado del umbral de nuestra morada, y casi nunca asomaba la nariz por él. Diríase que en la firmeza y altanería de mi progenitor, a quien adoraba con honda reverencia, había encontrado el apoyo necesario para ir sorteando con ventura los mágicos riesgos que mantenían trémula su voluntad; y que le era preferible no arriesgar un paso afuera sin su compañía.

     Siendo el primogénito, tuve que sentirme desde el uso de razón particularmente orgulloso de aquel padre. Llegué a tomarlo por modelo cuando trataba de consolidar esa personalidad austera, firme y cabal que le daba tono a su patriarcalismo y que fue la más cara de mis ambiciones.

     El día de los comienzos del siglo en que vine al mundo, tuvo él dos motivos de  satisfacción: mi nacimiento y el aviso de que un par de indómitos mozalbetes, a los que acusaban de ladrones de ganado y atribuían el hurto de una yunta desaparecida meses antes de nuestro rancho de Los Tules, estaban ahorcados y meciéndose con la brisa de la tarde en las ramas de los sabinos, junto al arroyo, por obra y gracia de la infatigable actividad draconiana de don Baldomero, el que fue jefe de acordada en la hacienda La Trasquila.


     Era el verdugo muy buen amigo de mi progenitor. Y pasada la fiesta del ajusticiamiento, éste se lo trajo a casa para celebrarlo.

     Penetraron en el zaguán haciendo sonar las rodajas de sus espuelas y los estoperoles que blindaban la suela de sus botines de oreja en el piso empedrado de canto aluvial. Y allí los recibió la nueva de mi nacimiento.

     Los rostros de ambos, mirándome con embeleso por la abertura del ropón, debieron de llenar con su silueta borrosa mi cegata primera perspectiva. Y tal vez fue preferible que no los distinguiese claramente, pues me hubiera producido honda impresión de susto el semblante cetrino de don Baldomero, con sus largos bigotes puntiagudos que marcaban el cuarto para las tres, sus ojos saltones y aquel flequillo agresivo, en forma de alero, que la cortesía dejaba al descubierto en el remate de una frente angosta, despojándole del eterno sombrero alemán, en fieltro color mamey, cuya copa apiloncillada conformó caprichosamente el cráneo de su pequeña cabeza.

     Tomaron algunos tragos en honor del doble acontecimiento feliz. Y, después de resolver que ese intrépido jefe de acordada apadrinaría mi bautizo, pasaron a las cuadras del corral para discutir de caballos.

     Debo decir que tuve un padrino ameritado y rumboso. Me abrumaba con regalos. Y a pesar de que sus quehaceres de perseguidor implacable de insumisos iban creciendo año por año con los vientos de rebelión que asolaban el país, nunca desperdició la oportunidad de acudir a tomarse una copa con mi padre, a conocer el estado de mi salud y progreso y a dedicarme una caricia cuando en los azares de su profesión pasaba cerca del pueblo.

     La última vez que pude verlo vivo estaba yo cumpliendo los once años.

     Mi padrino traía del cabestro un potranquillo muy lucido. Y, a tiempo que me daba unos amables capuchones, le dijo a mi progenitor:

      -Va pa dos meses que mi yegua zaina, que a usté le agrada tanto, parió este animalito, compadre. Y como ya no dilata que mi ahijado amacice y me había de gustar verlo montado en un buen penco, se lo truje pa que lo críe pa él.

      ¡Quién hubiera dicho entonces que este don Baldomero, tan dueño de sí, iba a acabar de aquella triste manera!

     El dictador, que llevaba muchos años firme en el poder, fue derrocado. Y puesto que mi padrino había hecho en el ejercicio de su profesión tantos enemigos, tuvo que andar algunos meses a salto de mata, terco en la esperanza de que las cosas volvieran a su estado anterior y obstinado en no salir de la comarca, como parecía aconsejarlo el más elemental sentido de la prudencia.

     Saqueada varias veces La Trasquila, los que habían sido sus patrones tuvieron que huir. Y, uno por uno, todos sus amigos fueron perdiendo el control y las influencias de que antes disfrutaron y con las que hubieran podido ayudarle.

     Del norte del país veíamos descender marejadas humanas que comandaban extraños generales, con polainas altas, sombreo tejano y, a veces ostentosas coquetas colgando del lóbulo de sus orejas. Eran hombres de estatura tan elevada como la nuestra. Y, siempre con el fusil y las cananas terciados a ala espalda y sobre el pecho, chocaban en batallas estrepitosas con otros revolucionarios menudos y más prietitos, que procedían del sur, arrasándolo todo a su paso como si fueran mangas de langosta. Carneaban las reses, llevábanse nuestros caballos y sometían a saqueo las trojes y los almiares. Las mujeres tenían que vivir muy alerta para ocultar a tiempo a sus hijas guapas.

     Los alteños fuimos espectadores un poco despectivos de estas batallas cuya dinámica nos era difícil comprender. A no ser los de La Trasquila, en este lado de nuestra región nunca existieron hacendados y peones como en el resto del país. Y la pugna mortal que lo asolaba había nacido de una rivalidad entre estas dos clases sociales tan extremosas. Por otra parte, la fatiga que en nuestro temperamento volviese atávica la necesidad de extraerle el sustento a una tierra tan dura y tan poco pródiga como la de Los Altos, nos hacía sentir abúlicos frente a los impulsos emotivos que alentaba la ya larga persistencia de la Revolución, y demasiado absortos en nuestra lucha contra la pobreza del terreno para que experimentáramos el deseo de lanzarnos en busca de otros rivales. De modo que solo nos preocupaba recibir el menor daño posible de las visitas de unos y otros.

     Pero los muchos pendientes que el jefe de acordada tenía con los intrusos hicieron que acabara siendo su víctima.

     Lo apresaron un día que llegaba solo, a campo traviesa y en dirección a mi pueblo.

     Creo que le asistía la esperanza de encontrar refugio en casa de su buen amigo y compadre, mi progenitor. Mas, sorprendidos por la delación de uno de sus antiguos y numerosos rivales, lo detuvo la escolta antes que llegara y le hizo caminar dos leguas para colgarlo de la misma rama en la que él dejo exhibiendo los cadáveres de los mozos que ejecutara en la fecha precisa de mi nacimiento.

     Cuando la noticia se difundió y lo supe, fui al sabinal del arroyo acompañado por otros muchachos de mi edad para verlo.

     Su corpachón largo y desmadejado, de alteño genuino, colgaba escurrido y lacio hasta casi rozar con los pies las flores de las cinco-llagas que alfombraban el suelo. Parecía haber crecido con la muerte como si le hubieran jalado de las piernas. Tenía la lengua gruesa, ennegrecida y de fuera, los ojos brotándole de las órbitas… Sólo aquellas agresivas guías horizontales de su bigote conservaban el equilibrio, como esas astas de novillo cerrero que siempre son lo último en disgregarse de la calaca.

     Mis tiernos catorce años se estremecieron con la contemplación macabra de un muerto por el que en vida había sentido cariño y admiración. Y me quedé anonadado ante él, sin encontrarle cauce a un sentimiento rebelde en el que palpitaban tempranos impulsos de violencia.

     Media hora después llegaba mi padre a rescatarme de ese espectáculo.

     Yo esperaba que su indignación explotase respaldando la mía. Y noté asombrado que se conducía con extrema cautela, eludiendo hasta el hecho elemental de santiguarse ante el difunto y aun de dirigirle una piadosa mirada. Después pude confirmar que solo había acudido en mi busca a regañadientes, traído por el afecto de padre y tratando de sobreponerse a un pánico recóndito que, sin embargo, se le traslucía.

     Tomándome con cierta brusquedad de una mano para obligarme a que lo siguiera, me amonestó:

      -¿Qué vino a hacer aquí?... ¡Ande! ¡Jálele para la casa!...

     Sintiendo que las protestas se me agolpaban en la garganta, resistí el tirón y exclamé, al borde ya del histerismo:

     -¿No vio, pues, quién está colgado ai?... ¡Es mi padrino!

     A unos cuantos metros se hallaba el oficial de la escolta, un fuereño robusto y un tanto maduro, de facciones chatas. Y debió oírme claramente.

     Fijando su mirada en mi padre se nos acercó paso a paso, hasta interceptarnos el camino por donde a jalones me empezaba a llevar. Y, de súbito, interpeló al viejo con un acento calmado pero imperioso:

     -¿Conoció al muerto?

     Mi progenitor se detuvo, titubeante. Vi que el pavor bailaba en sus rasgos y que la tez se le iba poniendo lívida hasta casi la transparencia. Repuso, venciendo una obstrucción en la garganta:

      -De vista.

     Toda mi contenida exaltación se volvió en su contra al escucharle. Lo miré con amargura y reproche, resistiéndome a admitir que él, tan íntegro, negara así al amigo y compadre fulminado por la desgracia. En aquel momento me parecía que se estuviera desplomando de su pedestal el elevado concepto que siempre tuve sobre su dignidad y su hombría. Y atribuyéndole una nueva y despreciable condición de cobarde nato, me sentí defraudado y presa de desaliento, en lo más hondo de una profunda amargura.

     De seguro interpretaba él correctamente aquellos sentimientos míos; pues eludió, sobrecogido y confuso, el chispear de mis miradas conminativas.

     El oficial estaba atento a la escena. E, insatisfecho, perseveró:

      -¿No fueron compadres?

     Volví a contemplar a mi padre con una tensa expresión de súplica. El anhelo porque correspondiese a la férvida opinión que de su entereza guardara asumiendo una actitud arrogante, me había vuelto brutalmente incomprensivo. Y no logró aflojar mi adustez ni el hecho patético de que me mirase como pidiéndome clemencia… Desmoralizado, se desentendió de mí para responder a su interlocutor, con la misma angustia que si se encontrara braceando entre el cieno de un pantano:

      -Conocido, nomás.

     Solté su mano con repugnancia, encastillándome en una coraza de desdén. Y exigí, altanero hasta la insolencia:

      -¡Déjeme aquí!... ¡Quiero quedarme con mi padrino!...

     Empavorecido por aquella reiteración del vínculo ante el militar; sin la posibilidad de ablandarme con una explicación y temiendo comprometerse más si al hacerme violencia suscitaba un escándalo, él se mantuvo unos instantes, perplejo.

     Hasta que, con voz sombría, le preguntó el oficial:

      -¿No es hijo suyo el muchacho?

     Y comprendiendo que con admitirlo se declaraba compadre del ajusticiado y candidato, tal vez, a correr su misma suerte, después de implorarme perdón con otra mirada, me negó también.

     Y se fue cerro arriba, rodeando al revolucionario que le interceptaba el sendero y dejándome abandonado a su merced de mi inaudita necedad de adolescente.

     El oficial lo vio perderse tras el doblez más alto del terreno, sin que intentara detenerlo.

     Yo les volví la espalda a ambos con desprecio. Y sentado sobre el peñasco de la ladera, me mantuve de cara  al ahorcado, aunque sin verlo, pues un turbión de sentimientos contradictorios me invadía el espíritu ofuscando mi razón.

     Hasta que, momentos después, el militar, el cual me observaba con una curiosidad que gradualmente se iba convirtiendo en inquina, avanzó unos pasos hacia mí, despojose de su ferrado cinturón y con parsimonia, dejó en el suelo sable, pistola y cartucheras y, cruzándome la cara de dos furiosos cintarazos, se puso a gritarme conminativo:

      -¡Mocoso estúpido!... ¡Obedezca a su padre y lárguese a su casa con él!

     Subí el repecho con el ánimo tan torturado por las confusiones que ni siquiera sentía el dolor que aquellos inesperados azotes me dejaron en el rostro.






domingo, 15 de abril de 2012

EL CINTURÓN DE CASTIDAD de PITIGRILLI


EL CINTURÓN DE CASTIDAD
Dino Segré “PITIGRILLI” 1920

Extracto por Antonio Fco. Rodríguez Alvarado Octubre 2007



     Eres un amante demasiado fogoso para poder ser un buen marido – habíale murmurado una pequeña amiga cierto día de infinita languidez.

     Y el doctor CIRMENI, médico cirujano, hombre feo pero inteligente, envejecido prematuramente debido a los “favores” de su demasiada agradecida clientela femenina y a la eterna compañía de una vieja amante, no se casó.

     Empero, tiempo después, rebasada la línea de los cuarenta, el médico comentó con HANS AXENFELD, su joven y científico amigo alemán. ¿Crees tú que puedo gustar todavía a las mujeres? A lo que respondió el amigo ¿qué renta tienes?

     - Sesenta mil liras al año.

     Entonces sí. Aún puedes gustarles.

     Y CIRMENI se casó con una viuda.

     Previniendo comentarios hirientes y mordaces él refería… me he casado con una viuda, sí, pero era una viuda especial. A su segundo matrimonio llegó virgen. (EXCUSAS: 1. El primer marido saliendo de la alcaldía resbaló y se rompió la espina dorsal; 2. Después de la ceremonia nupcial, tuvieron que separarse por incompatibilidad de caracteres. Él era un alcohólico bestial y ella espíritu delicado, se negó a  ser suya y huyó; 3. Él fue arrestado o partió inopinadamente; 4. Impotencia del marido y 5. Él de constitución débil y enfermiza, la había dejado materialmente intacta.)

     El caso es que la hermosa FELKA, era madre de CICRÚ una hermosa niña y en el intermedio de la viudez había tenido un par de amigos para su uso particular.

     Sin embargo, a pesar de gustarle mucho su mujer, no la amaba. Su verdadero amor era para su amante, la cual era considerada debido a vida disoluta y a su avanzada edad como carne de marineros, residuo de prostíbulos, aventurera jubilada, astilla de belleza en naufragio, Venus marchita, vendedora de sacudidas espasmódicas, colilla mordisqueada de mujer. Era una mujer envejecida por los años y por los afeites, en que su sensibilidad debía estar tan fofa como la piel de su cuello, de sus pechos y sus caderas.

     Muchas veces por la mañana, al levantarse CIRMENI de la cama, fatigado y exhausto, de junto a su joven mujer, ávida y hermosa, su amor y su deseo le hacía correr hacia su vieja amante. Ella era su verdadera pasión inextinguible.

     Algunos conocidos de él se preguntaban en relación a la amante – pero, ¿cómo puede gustarle esa mujer sin pechos, descarnada, de labios delgados, de ojos sin expresión?

     El amor ese magnetismo animal por el que un cuerpo siente la necesidad imperiosa de compenetrarse con otro, de fundirse en él, es debido no ya a la forma, sino a la materia; el amor es la atracción física, la afinidad química de dos organismos.

     Pero, algo atormentaba a CIRMENI. Los demonios de los celos por su esposa se habían apoderado de él, por lo que comentó con HANS AXENFELD. Éste le decía: Si no quieres a tu mujer no puedes ser celoso. El amor y los celos obedecen a una ley muy parecida a la de la óptica: el ángulo de incidencia (amor) es igual al ángulo de reflexión (celos).

      -Imagínate un tubo de vidrio en forma de de U-. Si por un extremo viertes amor subirá por el otro extremo y formará dos brazos a un mismo nivel. Por una parte has vertido el amor; por la otra han subido los celos a una altura igual. La columna de amor y la columna de celos tienen invariable y exactamente la misma altura. Si amas débilmente a una mujer, eres débilmente celoso; si la amas con locura, tus celos son locura también.

     Pues amigo mío, te equivocas, respondía CIRMENI. Yo amo a la mía lo más débilmente posible, y sin embargo tengo unos celos feroces. Celos de las mujeres que no amé todavía, o que no amaré nunca. Acaso sea lo que produce estos celos inexplicables un amor en estado latente.
      -Efectivamente- rebatía AXENFELD-, puede ser un amor en estado latente, pero por tu mujer.

     Reconozco –dice CIRMENI- que los celos son un sentimiento primitivo, salvaje, que los siglos y la civilización no han podido destruir o borrar. Pues bien, yo soy ten celosamente salvaje como aquellos guerreros de la Edad Media, que antes de partir para las batallas, imponían a sus esposas el cinturón de la castidad.

    Es grotesco y hasta ingenuo. ¿Qué te importa que tu mujer – objetó AXENFELD- entregue a otro macho aquella parte de su cuerpo que cubre el cinturón de castidad, mientras pueda entregarle su boca, su pasión, su alma? Tú no consigues con el cinturón de castidad más que impedir un acto sexual, la conjunción de dos mucosas. Pero no puedes impedir lo demás: el amor, la pasión, el deseo.

      -¡Palabras, palabras! –Replicó CIRMENI- mis celos más bestiales son impuestos por la aproximación de esas dos mucosas húmedas situadas en las fuentes de la vida. El que ella intercambie miradas, su sonrisa, o su lengua en la boca de otro hombre me tiene sin cuidado. El adulterio consumado es lo único que me aterra. Pero el deseo, el amor, el adulterio blanco, no. Por eso desearía encerrar en esa jaula de hierro y de marfil la pelvis de la mujer a quien amo (mi querida) y de la mujer que me gusta (mi esposa).

     Su amigo, HANS AXENFELD, era lo que se dice un moralista, el cual por querer llegar puro al matrimonio se encontraba completamente puro de todo contacto femenino; y sostenía que el hombre, si tiene derecho a exigir de su esposa la virginidad, tiene que darle también, y recíprocamente, la suya propia.

     Las mujeres del amor alquilado y mercenario me asustan como frascos de venenos, como un explosivo, como un virus.
     Seducir a una virgen es un sacrilegio.

     Desear la mujer del prójimo es un delito.

     Durante, el verano, CIRMENI, acostumbraba a enviar a FELKA junto con su hija CICRÚ  de 13 años a una playa del Adriático, en la villa de Cetonia. En esta paradisíaca villa había tres habitaciones para invitados las cuales eran ocupadas por los tres amigos más moralistas de CIRMENI.

     El doctor HANS AXENFELD, el físico alemán, el moralista elegante, pálido, casi joven, hermoso, el hombre que se proclamaba a si mismo puro, ahogando por convicción hasta el más débil grito de la carne. HANS ensañaba física y matemáticas a la hija de FELKA, y le llevaba a ésta la sombrilla en los largos paseos de todas las tardes, por el parque y por la playa.

     El segundo moralista era el teólogo NARDELLI era un curita pulcro, acicalado, joven, elegante, culto y divertido, cuyo traje talar era una absoluta garantía de pureza. NARDELLI le enseñaba literatura clásica a CICRÚ.

     El tercer moralista era un ex juez joven, vicepresidente de la Liga de la Moralidad Pública, un cirujano del ideal, un soñador, que renegaba hasta de la más débil sombra de materia, enamorado de la realidad del espíritu. Él dábale consejos a CICRÚ sobre la dirección que debía imprimir a su preciosa existencia, y llenábale la cabeza de amonestaciones educativas.

     Los tres moralistas que CIRMENI había puesto en torno a la educación de la niña, formaban por el contrario, un estrecho cinturón de castidad en torno a las caderas de FELKA. Él no pudiendo ceñirle a las fuentes de la vida aquel instrumento de hierro y marfil, habíale colocado otro más sólido aún, compuesto de tres moralistas poco sospechosos, de tres virtuosos inflexibles a los que por su invulnerabilidad contra las saetas del amor, habíales puesto los nombres de tres invulnerables legendarios: Aquiles, Orlando y Sigfrido.

     Confiada tácticamente la mujer a la tutela de sus tres amigos, él podía vivir tan tranquilo como el guerrero medieval, que durante las horas de descanso, entre una y otra batalla, pálpabase en un bolsillo de su jubón la llave que había cerrado y que volvería abrir los tesoros de fidelidad de la esposa lejana.

     FELKA tenía 35 años, tenía los cabellos rubios, vestía ropas de seda que le caían ceñidísimas, como a plomo.

     Sensibilidad escasa en apariencia.

     En apariencia, ninguna sensibilidad.

     Mujer fría, imperturbable, reina de la astucia y del disimulo.

     Ojos fríos, impenetrables como si las pupilas fuesen esmeriladas, hechas con minúsculos cristales de hielo.

     La actitud casi indiferente del marido, sus falsas atenciones, no la humillaban ni la ofendían. Él había tenido la lealtad de confesárselo antes de casarse. Ella había tenido la inteligente serenidad de sufrirlo. El matrimonio no es la pasión. El matrimonio es el encuentro de dos seres de sexo distinto que tomaron en común una misma casa, que pusieron su pan en unos mismos manteles, que durmieron en las mismas sábanas, y que en ocasiones aprovecharon la comodidad de la cama para copularse.

     Bien diría CIRMENI – “Cuándo yo me muera, no me enterréis junto a mi mujer: yo he preferido siempre habitaciones separadas”.

     En cambio, FELKA era de la idea de que ser casada y no tener amante es como ir a Roma y no ver al Papa.

     Diariamente se veía en la ardiente playa, bajo la roja sombrilla, en aquel rincón del golfo casi secreto, a los tres moralistas y a la hermosa FELKA, sentados a la sombra, en silencio, o paseando juntos. FELKA           ágil y esbelta como un surtidor, repartía sonrisas elocuentes como promesas. La más de las veces acompañaba uno a uno a FELKA, que no gustaba de departir en coro, alternando los diálogos y salpicándolos de réplicas y donaires, sino que prefería los coloquios bis a bis, bien con este, ora con el otro, y siempre a solas.

     ¡Hablar, hablar! ¡Oír hablar! FELKA CIRMENI tenía un loco terror al silencio.

      -Yo quisiera que alguno de noche, estuviese en mi alcoba, durante mi toilette nocturna, mientras yo me desnudo, en tanto prende en mis ojos el sueño; y que hablase, hablase hasta que yo me adormeciera. Tengo miedo a quedarme sola. Me da terror el silencio. Yo huí de Venecia porque en aquella ciudad el silencio me mataba. Debía usted venir, HANS, por la noche a hacerme compañía, mientras yo me suelto el pelo y me meto en la cama. Entre nosotros dos hay un convenio tácito de castidad. Delante de usted yo me desnudaría sin rubor, y usted podría ver mi carne sin desearla.

      -Esta noche a las once- dijo FELKA, ofreciendo su mano a la mano de HANS- dejará la puerta entreabierta, como en el cuarto de una amante.

     A las once de la noche, una luz se apagaba y una puerta se entreabría, con un débil gemido, que parecía un gemido ahogado.

     Los colores del mar, en la noche estival, eran tan puros que parecían filtrados a través de un prisma de cristal. Y el cielo de agosto estaba salpicado de grandes grupos de estrellas, locamente desperdigadas en el espacio. FELKA y HANS, en silencio, en la estancia oscura, juntos y erguidos debajo de la ventana disfrutaban la vista. Ella estaba envuelta en un sutil kimono blanco bajo el cual sus pequeños y bien torneados pechos parecían estremecerse, él tomó una de sus manos sutil y delicada y la llenó de besos haciendo que el pulso de FELKA latiera como el corazón de una golondrina prisionera. Más audaces luego, a lo largo del brazo, en las axilas, sobre las espaldas, los labios de HANS hallaron una dulce y tibia humedad.

     Cuando el kimono se abrió y los pequeños pechos aparecieron impúdicos, vibrantes, estremecidos de deseos, HANS los acarició levemente, con una de sus mejillas y pensó –físico al fin-  que la electricidad se pierde por las puntas.
     ………………………………………………………………………………………
     Una tarde, a la sombra de un eucalipto bajo el que solían sentarse a tomar café, FELKA platicando con el teólogo NARDELLI se confesó triste: - Siento la necesidad de embriagarme, pero quiero hacerlo tomando como cómplice a vuestra autoridad.

      -¿Quiere usted embriagarse?

     Olvidar. Achisparme.

      -Pero en mi habitación no lo quiero a usted vestido así, como de misa negra. Venga en traje de baño, en pijama de playa, como quiera: pero así, no. Le espero de aquí a un cuarto de hora.

     Y ligero de ropas, exhalando un fuerte aroma de cedro entró NARDELLI a la habitación de FELKA que se estaba abrillantando las uñas en aquel momento.

      -¿Afila usted las armas?
      -Sí,-repuso FELKA. –Y ahora también me pinto la boca en presencia de usted.

     Cuando hubieron bebido la tercera copa, FELKA dijo:

      -Qué efímero es el dolor, puesto que bastan tres copas de champagne para suprimirlo.

      -Acaba usted de decir una tontería –repuso sentenciosamente el joven sacerdote. –según eso, también la vida será una cosa efímera, puesto que para suprimirla, basta medio gramo de estricnina.

      -Es verdad –asintió FELKA. –la vida es también algo efímera.

     NARDELLI bebió una cuarta, una quinta copa de champagne.

      -Y efímera es también toda nuestra insensata ideología sobre la castidad, sobre la fidelidad, sobre la espiritualidad del amor –replicó FELKA –puesto que a la quinta copa de champagne, ya habéis renegado de todo.

     La boca de NARDELLI y la de FELKA eran como las dos mitades de un fruto partido, que tiende a unirse.

     De los ojos de ágata de FELKA desaparecía ya la voluntad.

     -Veo en tu cuerpo desnudo un pequeño vientre hecho para los amores estériles y no para la fecundación- le dijo NARDELLI arrobado.

     En los ojos de ágata de FELKA no había ya voluntad.

     Unas horas después volvían a vestirse.

     La única cosa triste, en el amor, es volver a vestirse.

     NARDELLI, el joven sacerdote daba a FELKA, con el ardor de su carne nueva, hasta el fuego de su espiritualidad.

     HANS le daba solamente la gallardía de su cuerpo de atleta griego.

     Y todas las noches, ya el uno, bien el otro, probaban en la cama de FELKA un átomo de muerte. La mujer de la sensualidad inextinguible daba al uno y al otro, por separado, la ilusión de la felicidad.

     Y les daba también a ambos la ilusión de quererles, porque sabía que, en el macho, el paroxismo neurótico, la sacudida epiléptica del placer son más intensamente trágicos cuando sobre la verdad de las sensaciones se vuelca la mentira convencional del amor. Los hombres no lo han comprendido aún; pero la mujer sabe por intuición que en el placer no entra el amor.

     Poned en contacto los dos polos de esas dos máquinas imprecisas que son el macho y la hembra. Si se gustan, brotará enseguida la chispa del goce.

     El amor es un seudónimo que los hombres en convenido en aplicar al placer de los sentidos; pero casi todos creen que es el nombre de una cosa distinta, abstracta e indefinible.

     De una cosa que, realmente, no existe.

      -Una noche HANS le dijo:

      -Usted es algo precioso:

     Y ella repuso:

     Para ti. La mujer en las manos del marido, es oro que se transforma en vil metal. Por el contrario, en las manos del amante, es vil metal que se transforma en oro.

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      -Debía de enseñarme usted algo de filosofía usted que tiene semejante amistad con Kant –dijo una mañana FELKA, en traje de baño muy ceñido, sentada en proa mientras el juez remaba.

      -¿Hace falta mucho talento –preguntó FELKA- para llegar a ser una buena filosofa?

      -Un poco más –contestó el moralista, encorvándose sobre los remos- que para llegar a ser una buena amante.

      -¿Es que usted sabe si yo soy una buena o mala amante?

      -No lo sé. Pero me gustaría saberlo. ¿Se ofende usted?

      -No. Sólo que un moralista como usted…-

      -Hablemos un poco de usted-. Usted excita mi curiosidad, señora FELKA, yo quisiera conocer alguna intimidad.

      ¿Y le parece a usted poco?

      -Es mucho. Pero yo soy un coleccionista de curiosidades sentimentales, de aberraciones psicológicas.

      -Pues en mí –aseguró FELKA- no encontrará usted ninguna aberración ni ninguna curiosidad. Soy una mujer. Muy mujer. Un amante mío, farmacéutico, me definió diciendo que yo era “un extracto de mujer”. Tengo 35 años. La edad en que los deseos llegan a ser espasmos; en que los espasmos se convierten en delirios: en que el ofrecerme tiene la belleza de las más impúdicas bellezas.

     Usted se horroriza amigo mío. Usted es de aquellos para quienes la viuda debe acompañar a su marido o que, en su honor, debe ahogar la vida que estalla en sus carnes. Si braman sus nervios, si aúllan sus sentidos, que recurra a los innobles subterfugios, ¿no es eso? Los sentidos no pueden apagarse como se apaga la llama del gas, dando vuelta a la llave.
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     FELKA, con un astuto movimiento de las piernas desnudas y del busto encerrado en la malla de seda, mostró pujantemente toda la fuerte juventud de sus formas.

     En la exposición de sus ideas sobre el placer y las maneras de satisfacerlo. FELKA se había excitado pensando en un buen macho lejano, acaso HANS, tal vez el joven NARDELLI, o quizá uno forjado en el desvelo de las noches en vela. Pero aquel macho que tenía enfrente no le gustaba.

      -¿Por qué no puede usted ser mía? Apremió el juez, con la boca pastosa de lujuria-. Si están siempre ávidos sus sentidos, ¿por qué no deja usted que yo los sacie? Si no te me entregas –gritó furioso- comprenderé que tienes un amante. Tu marido está lejos. El deseo vuelve a ti cada día. Si no te me entregas comprenderé que te entregas a otro.
¿Quién es? ¿NARDELLI? ¿HANS?

      -No- gimió ella.

     Y para no decir que esos dos hombres llenaban su vida, permitió que el juez la estrechara y se pusiera a desnudarla.

     Con manos temblorosas replegó él la malla de seda y la hizo bajar sobre sí misma, descubriendo primero los costados, luego los muslos ebúrneos. FELKA, sometiéndose, consentida, levantó una pierna, después otra; y la malla, suelta ya, se deslizó y cayó.

     ¡Qué sabrosos son los labios de la mujer cuando están salados por el viento del mar!
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     Cada uno de los tres moralistas pensaba con íntima complacencia:

      -Yo solo, yo solo he sido quien ha saciado su hambre.

     Y ella de haber podido decir toda la verdad, hubiese gritado:

      -Ninguno de vosotros me sacia. No me habéis bastado todos juntos. La suma de placer que una mujer puede brindar es muy superior. Por la misma razón FELKA aumentó con estas raras especies de moralistas el jardín zoológico de sus amores.

     Llegó el momento en que CIRMENI, el marido, regresó a la villa de Cetonia por su mujer, la hija y los tres amigos a los cuales hizo ricos presentes por haber oficiado devotamente de triple cinturón de castidad, se lo merecían.

     FELKA supo aprovechar en esos veinte días de veraneo como liberarse de los condones de su triple cinturón de castidad. CIRMENI al acostarse con FELKA la encontró suspirosa por el mismo tiempo en que con desesperación ella lo esperaba. Y es que ella, deshecha, liquidada de placer, todavía pedía el sustancial alimento que le exigía su entrañable deseo de vivir.

     La voluptuosidad y el amor son dos de las pocas cosas bellas que existen en este manicomio de sufrimiento y placer que gira alrededor del sol.


CALLEJERO


CALLEJERO  
 Alberto Cortez


Era callejero por derecho propio
Su filosofía de la libertad
Fue ganar la suya sin atar a otros
Y sobre los otros no pasar jamás.
Aunque fue de todos nunca tuvo dueño
Que condicionara su razón de ser
Libre como el viento era nuestro perro
Nuestro y de la calle que lo vio nacer.
Era un callejero con el sol a cuestas
Fiel a su destino y a su parecer
Sin tener horario para hacer la siesta
Ni rendirle cuentas al amanecer
Era nuestro perro y era la ternura,
esa que perdemos cada día mas
Y era una metáfora de la aventura
que en el diccionario no se puede hallar.
Digo nuestro perro porque lo que amamos
lo consideramos nuestra propiedad
Y era de los niños y del viejo Pablo
a quien rescatara de su soledad.
Era un callejero y era el personaje
De la puerta abierta en cualquier hogar
Y era en nuestro barrio como del paisaje
El sereno, el cura y todos los demás.
Era el callejero de las cosas bellas
Y se fue con ellas cuando se marchó
Se bebió de golpe todas las estrellas
Se quedó dormido y ya no despertó

Bellos recuerdos de las canciones de los 70´s. Cantada magistralmente por Alberto Cortez.

miércoles, 11 de abril de 2012

LEYENDA DE LA CASCADA VELO DE NOVIA


CASCADA VELO DE NOVIA   
AVÁNDARO, EDO. DE MÉXICO  
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado

     Comenta la leyenda que una hermosa joven mazahua de Temascaltepec (Valle de Bravo) se enamoró de un hombre blanco, el cual también estaba enamorado de ella, incluso tenían ya programada la fecha para casarse por la iglesia. Él tenía una vecina y amiga desde la infancia, la cual estaba enamorada también de él y sentía celos y envidia por la joven indígena, y era tanto su coraje y su desprecio que trataba por todos los medios de ridiculizarla y desprestigiarla ante los ojos de su amigo; él nunca aceptó los reproches de ella, era demasiado su amor como para hacerle caso a este tipo de comentarios. La noche previa a la boda,  la amiga tratando de impedir esta unión, le dio a beber una pócima que lo adormeció y, se metió a la cama con él; a la mañana siguiente la novia se quedó en el altar esperando inútilmente la llegada de su amado, preocupada fue a buscarlo a casa  de él, encontrándolo acostado, durmiendo aún, en brazos de la amiga. Desilusionada, herida en lo más profundo de sus sentimientos, sólo se le alcanzó correr como enajenada hacia las afueras del poblado, y llegando a la cascada de Tenantongo (Avándaro) se tiró al vacío, atorándosele al caer el velo de novia en  una rocosidad de la misma. Al llegar al final de los 12 metros de la caída, ya estaba muerta.  Horas después, llegó al lugar el novio, y al ver a su amada muerta sintió morir él también. Al retirar el velo  atorado, se desprendió la roca provocando que se anchara el cauce del agua formando una apariencia de tul. Varios días permaneció el infortunado hombre llorando y rezando desde lo alto de la cascada por la muerte de su amada, y en un momento de culpa, de desesperación y de locura se sacó el corazón lanzándolo hacia el vacío, el cual al caer se convirtió en una roca, y la sangre que brotaba del cuerpo inerme formó, al lado de la cascada,  un pequeño salto de agua que al caer golpea y hace sonar el pétreo corazón. Para que de esta manera su amada lo escuche y sepa que el corazón de él late de amor eterno por ella. Y ella, a su vez, en respuesta responde aumentando el estruendo de su caída como para significarle que su amor es aún más grande.  
                                                                  Foto por Salvarez 75
     El fragor de ambos saltos simboliza el latido cardiaco del amor eterno de esta pareja que al convertirse en parte de la naturaleza misma llegó a  inmortalizarse para ejemplo de todos los enamorados que gozan de la visión y de la emoción de contemplar sus límpidas aguas. 

11 DE ABRIL DEL 2012


Avándaro, del purépecha, lugar de ensueño.
Valle de Bravo. Originalmente llamado en náhuatl Temascaltepec (En el cerro del temascal)  y en mazahua Pamejeen



miércoles, 4 de abril de 2012

FRANCISCO MORTERA SINTA

FRANCISCO MORTERA SINTA

Último cacique porfiriano de Catemaco
ANTONIO FCO. RODRÍGUEZ ALVARADO



     Según datos del Dr. Armando Ramírez Sánchez (citado por su hijo Armando 2003: 24-26). Nació en ¿1857?, en Acayucan, Ver., murió el 9 de abril de  1915 en México, D. F. 

     Fue alcalde de Catemaco por muchos años, de fines del s. XlX a principios  del s. XX. En esa época Catemaco contaba con 4,000 habitantes. Le llamaban “tío Pancho”, por el cariño que le tenían. Poseía una destacada personalidad, que le daba la autoridad que por tantos años ostentó. Tenía como colaboradores a Don Conrado Jerezano, a Domingo S. Álvarez, encargado del registro civil (esposo de la escritora y poetisa María Boettiger, la tía abuela del escritor Carlos Fuentes), y a Seba, guardián, policía valiente, sagaz, ciego en el cumplimiento del deber. El alcalde no protegía a escandalosos, ni perdonaba a quienes eran infractores, sin importar status económico, decía que había que juzgarlos con la misma ley. En relación, a la justicia, su lema era: “la justicia debe ser inflexible al aplicarla, en caso de dudas, debemos inclinarnos al perdón”. Para quienes no llegaron a valorar su alto concepto de la honradez y del cumplimiento del deber, sería, el eterno cacique porfiriano. 

     A él se debe la torre del reloj, construida en 1900 e inaugurada el 15 de septiembre del mismo año; en enero de 1901 le instalaron el reloj el cual fue traído de Alemania. 

     Comentan Martínez Hernández (1984: 44-45) y Medel Alvarado (1993: 528), que el 24 de abril de 1911, en pleno día, entraron 200 rebeldes maderistas al mando del coronel Pedro A. Carvajal a Catemaco sin haber disparado un solo tiro, para capturar a don Pancho Mortera, el cual tuvo oportunidad de escaparse, escondiéndose en un horno de asar topotes, no corriendo con igual suerte su secretario Jerezano, al cual tundieron a reatazos, en tanto uno de los rebeldes que tenía de apodo “Tata Dios” fue a buscar petróleo a la tienda que tuvo Juan Huber, que en aquel entonces era de Gervasio Villa (donde hoy esta el hotel Berthangel), regando el petróleo alrededor de la casa del alcalde, prendiéndole fuego. Los demás rebeldes se introdujeron a la oficina de la jefatura política y también quemaron los archivos que se guardaban allí. 

      Con Doña Josefina Aguirre (¿- 18.03.1940), procreó tres hijas: Esperanza, Josefina y Olivia, ésta última, se casó con el terrateniente español Don Antonio Mariano Rodríguez González (¿- 1 de marzo de 1950) procreando tres mujeres (Esperanza, Hilda e Isabel) y cinco hombres (Carlos, Manuel, Pedro, Antonio y Francisco).  Uno de ellos, Francisco José (28.12.05-22.06.72), fue un altruista químico fármaco biólogo de profesión, instaló la farmacia "Sagrado Corazón de Jesús", y fungió como presidente municipal del 23 de diciembre de 1951 al 31 de noviembre de 1952. En esas épocas los mandatos o cargos presidenciales eran de un año.

     Con mucha honra, es la minibiografía de mi bisabuelo paterno.




    


Horno de asar topotes



     


     Extraído de mi libro "Los Tuxtlas, nombres geográficos pipil, náhuatl, taíno y popoluca". Analogía de las cosmologías de las culturas mesoamericanas. El cual incluye un diccionario de localismos y mexicanismos.


CLAUDIO ALVARADO MICHAUD

CLAUDIO ALVARADO MICHAUD 
Pedagogo, San Andrés Tuxtla, 1888-1945
     Pedagogo, homeópata, impresor y periodista. Hijo del español José María Alvarado y de doña Ana Michaud Charmí, de familia franco-mexicana. Siendo director de la escuela “Landero y Coss”, realizó una trayectoria de apostolado, debido a la precaria situación económica de la segunda década del s. XX, durante la cual no había ingresos suficientes del erario municipal, por lo que no alcanzaba ni para pagar su sueldo a los mentores, los cuales tenían que desempeñarse además como conserjes. Los niños tenían que llevar cajones de envase de jabón o petróleo para poder sentarse. Las clases eran mayoritariamente orales por no contar con pizarras, gises, ni papeles.  Nunca admitió como donativo dinero en efectivo, pedía que  fuera en útiles escolares. En tan precarias circunstancias y teniendo como ayudantes a Manuel Cadena Pérez y Fernando Villegas Arellano, sólo Claudio Alvarado Michaud fue capaz de mantener abiertas las puertas de dicho plantel para instruir a los niños asistentes, cuyos padres alentaron la idea de que alguna vez terminaría tan triste situación. Al dejar la escuela, se dedicó a ejercer la medicina que hizo mucho beneficio a la clase humilde por sus bajísimos precios; y poco después, logró establecer una pequeña botica “Nuestra Señora del Carmen”, la cual funciono desde principios de siglo hasta 1932-1934, con la misma finalidad, a la cual agregó un pequeño taller de imprenta en donde fundó dos pequeños periódicos de información: el “Eyipantla” y el “Jolochón” éste ultimo de carácter humorístico. Por incosteables dejó la botica y la imprenta y los últimos quince años de su vida se amargaron con la enfermedad nerviosa que contrajo; durante ellos, se dedicó a preparar lo mejor que pudo a jóvenes novicios y maestros empíricos para servir con más eficacia en las Escuelas Rurales; impartiendo también, enseñanza nocturna a mentores impreparados con buenos deseos de servir bien. Durante toda su vida pugnó siempre por la cultura y la salud del pueblo sanandresino en todas las formas que pudo hacerlo. Claudio tuvo un hermano de nombre José María. Comenta don Fernando Bustamante Rábago, quién lo conoció cuando éste era muy joven, que don Claudio era un sabio. Una escuela de la ciudad de Santiago Tuxtla, y en el Marqués, municipio de Tlacotalpan llevan su nombre. Medel y Alvarado (1993: T.ll Págs. 467-469). Siempre contó con el apoyo y la admiración de su esposa, doña  María Torres. Dos de sus hijos: Claudio Eufrasio y Carlos Hugo Alvarado Torres, siguieron la noble vocación pedagógica, en tanto Quintín, fue un maestro pero de la fotografía y Arturo de la pintura y dibujo. Carlos Hugo fue durante muchos años inspector escolar en el Puerto de Veracruz, y una escuela de la colonia Volcanes, de esta misma ciudad y puerto,  lleva su nombre.

     ADELANTE. Periódico semanario y publicado en San Andrés Tuxtla el año de 1924. Dirigido por Claudio Alvarado Michaud, en su propio taller. Tuvo corta duración. Su interés radica en que fue la continuación de varios periódicos dirigidos por el propio Alvarado Michaud: Canta Claro, quincenal romántico que apareció en 1913; Bugambilia, quincenal literario que se publicó en 1917 (significativo como paladín del progreso y de la instrucción de las masas populares); Jolochón, semanario joco-serio, que se publicó a partir de 1922, de distribución gratuita, y que desapareció a fines de 1923. Dicc. Porrúa (1995: Tl, Pág. 39), Medel y Alvarado (1993: Tll, Págs.619-620).

Con mucha honra, escribo la minibiografía de mi abuelo materno

     Extraído de mi libro "Los Tuxtlas, nombres geográficos pipil, náhuatl, taíno y popoluca". Analogía de las cosmologías de las culturas mesoamericanas. El cual incluye un diccionario de localismos y mexicanismos.